| jueves, 18 de octubre de 2007 | 12:56




INTIMIDAD


El milagro de la web 2.0, esa revolución internauta que ha cambiado el mundo, con su compendio cósmico de conocimiento horizontal y su explosión de creatividad, también tiene su reverso tenebroso. Debido a que la red muta constantemente, refrescándose segundo a segundo con un marasmo de información distribuida en millones de sitios, páginas, cuentas de correos, chats... necesitábamos algo que lo viese todo, una revisitación del Ojo en el Triángulo egipcio que fijase lo que realmente nos interesaba para evitar la muerte por aplastamiento de datos. Y entonces no se hizo la luz, sino Google, y Sergei Brin y Larry Page fueron sus profetas. Desde ese momento parecía que el mundo estaba en nuestras manos, y al igual que el excéntrico artista australiano Selius Arcadiu, que se implantó una oreja en el brazo, Google nos implantó en nuestro dedos otro cerebro expandido ad infinitum, un cosmos de experiencias y vidas y sensaciones y reflexiones: barra libre hacia las conciencias de millones de personas. No obstante, a nadie se le ocurrió que al mismo tiempo que introducíamos los criterios de búsqueda hacia los vecinos, Google intoducía los suyos hacia nuestras conciencias, pensamientos, ideas, secretos, tendencias... Las cookies que se quedan incrustadas en nuestros discos duros no expirarán hasta el 2038, y cada búsqueda permanece almacenada en una gigantesca base de datos con identificación de la galletita, dirección IP de nuestro ordenador, tiempo empleado, fecha, condiciones de rastreo... No hay Alzheimer que pueda acabar con la memoria de Google, porque ésta retiene los datos de forma indefinida, y lo que es peor, no hay una política definida de administración de ese enorme tesoro de almas. La estigmatización es total, al igual que la de un Yakuza cuando comienza a tatuar su cuerpo con un pequeño motivo hasta acabar cubriéndole entero. Se puede empezar por la compra inocente de un billete de avión y acabar consultando las páginas eróticas más extremas. Todo, todo quedará almacenado de forma que cualquier arúspice digital podrá poseer nuestros perfiles y utilizarlos a su antojo. Hace más de cien años, Dostoievski, en sus Memorias del Subsuelo, escribía que todo hombre tiene recuerdos que sólo contaría a sus amigos, otros que no contaría ni siquiera a sus amigos, sino sólo a sí mismo y en secreto, y finalmente recuerdos que teme incluso contárselos a sí mismo. Fiodor sabía que lo único que cuenta es lo que no se cuenta. Sin embargo, está claro que nunca se le pudo ocurrir algo como Google, sino su argumentación se hubiese completado conque, además, están los recuerdos que se le cuentan a Google. Esperemos que las autoridades competentes reaccionen a tiempo y, como el guionista de una película para el gran público, eviten un final pesimista, distópico, oscuro y sarcástico, y lo cambien por otro sin complicaciones, con sonrisas, que guarde un equilibrio razonable entre el orden y la libertad, y con algún chascarrillo que recuerde de la que nos hemos librado: un final feliz.

1 comentarios:

Fernando Alcalá dijo...

¡Amén! Madre mía, qué acojono acaba de entrarme.