| viernes, 28 de diciembre de 2007 | 20:16



CARPE DIEM EN GIJÓN

Volví a casa por Navidad, la fiesta más paradójica de todas, una festividad nominalmente católica en un país aconfesional, en la que el turrón, el derroche lumínico, los abetos, el consumismo desaforado, las películas religiosas y los Reyes Magos se amalgaman con acrisolados recuerdos infantiles, Papá Noel, el espumillón, los nuevos modelos multiculturales, las orgías de langostinos con vinagreta, los grandes intereses y las estrategias comerciales...

En estas fiestas los compromisos sociales, sentimentales y económicos -entrañables unos, fastidiosos otros- tejen una red de inercias mecánicas ineludibles, ritualizadas y desligadas de las referencias tradicionales, que van mucho más allá del espíritu de la Navidad y que se convierten en un estado de ánimo que nos permite seguir unidos, mantener el nombre de sociedad, y al igual que la Hanuká judía, el Kwanzaa afroamericano, el Yule neopagano, el Ramadán musulmán o el Potlacht del Canadá, nos recuerda que nada acaba en uno mismo y que dependemos de quienes nos rodean, por lo que estamos obligados a convivir, no a convencer y menos convertir, es decir, estamos condenados a relacionarnos, no a entendernos.

En este marco festivo, que sin embargo tiene siempre si no se es un niño un punto melancólico, solitario, y en el que en cualquier esquina de Oviedo me esperaba encontrar a aquel calvo con pinta de monje budista, que repartía la suerte en los anuncios en forma de pompas de jabón o de polvo dorado, anduve de vinos y cenas con amistades y familiares. Tomé vinos de Rueda mientras hablaba de rock con amigos, me comí unos mazapanes con mi abuela de noventa años que sigue como una reina, me lié a discutir con mi hermano entre el cordero y el turrón de cine de autor y de si El marido de la peluquera era mejor que Monsieur Hire, tuve las cíclicas conversaciones con mi familia de a ver cuándo me caso, que quieren ya un nieto...

El último día fui a cenar con una amiga a un restaurante de Gijón, enfrente del paseo marítimo. Para mi sorpresa, el establecimiento había sido años atrás un local de copas muy famoso en el que yo había hecho bastante el crápula, y del que tenía unos recuerdos brumosos y estupendos. El espectacular tuneo al que lo habían sometido, la carta exquisita y el vino bien escogido, en contraste con los recuerdos de mi época de chaval, provocó que en un intermedio entre el provolone y el siguiente plato de bacalao, reflexionase sobre el tiempo. El tiempo, ese destructor de mundos del que hablaba el Bhagavad Gita, su falsa concepción cíclica, que nos brinda la ilusión de que todo termina y luego volverá a comenzar el uno de enero para mejor, y que los romanos celebraban también en sus Saturnales o los persas con sus invocaciones a Mitra o los celtas decorando sus árboles con guirnaldas o los germanos encendiendo grandes hogueras. Ese engaño que expresa la convicción de que la esperanza sucede al desaliento y la redención a la culpa.

Y cuando iba a explicarle esto a mi amiga, miré sus ojos, y detrás de sus ojos el Cantábrico, y pensé que tenían una extraña similitud, y para qué iba a perder el tiempo en vanos y aburridos discursos cuando todavía quedaba vino y noche por delante, y que por supuesto el año que viene todo sería mejor y volvería a tomar vino blanco con los amigos, y a discutir con mi hermano de Patrice Leconte, y a ponerme morado de mazapán con mi abuela y a recibir la reprimenda de mi madre porque a ver si sientas la cabeza de una vez y cómete ese langostino y qué quieres de postre, tarta o turrón. La Navidad, si no existiera, la habríamos inventado igual.

1 comentarios:

Patricia Venti dijo...

Hola Ignacio: me ha gustado esta entrada. Feliz año 2008!!! y a ver si tengo el gusto de conocerte este año. Un beso, Patricia.