| sábado, 26 de enero de 2008 | 0:16


LA TIJERA

Hubo unos tiempos carpetovetónicos en que los cineastas jugaban al gato y al ratón con la censura. Los intocables y prolijos inquisidores del franquismo se dedicaban a cercenar, alterar, tachar, enmendar, emborronar, sacar de contexto, aconsejar como haría un padrino y poner cortapisas en aras de películas casposas y moralizantes, con finales edulcorados, mientras supongo experimentaban ese perverso placer que se siente cuando se juega al Tetris y se tiene la impresión de poner el mundo en orden, lo que, al igual que el juego inventado por el ruso Alexéi Pajtinov, crea una soberana adicción. Mientras, los esforzados directores tenían que componer sus películas toreando de continuo con el seco golpe de frío en sus mentes, la sensación absoluta de pérdida cuando reducían sus complejas visiones a meros sainetes. Ejemplos los tenemos a porrillo y de todos los colores, algunos tan surrealista que despiertan una amarga carcajada. Famosa es la escena de Mogambo en la que para evitar mostrar un adulterio, el doblaje convirtió a Grace Kelly y Donald Sinden -amantes en el original-, en hermanos, por lo que pasaron sin comerlo ni beberlo de una relación adúltera al incesto. El verdugo, de Luis García Berlanga, sufrió catorce cortes, y aún así fue tachada de libelo y panfleto político y provocó la ira de Franco, que comentó: Berlanga no es un comunista, es algo peor, es un mal español. En La huida, del mismo Berlanga y Juan Antonio Bardem, la Guardia Civil perseguía a un capataz huido, le disparaba y lograba herirle, pero la censura consideró que aquello era un insulto a la Benemérita, porque la Guardia Civil nunca falla, argumentaron. En Viridiana el encargado de turno de velar por la moral obligó a cambiar un final en el que Silvia Pinal y Paco Rabal se disponían a realizar unos juegos eróticos por una partida de mus. En Los jueves, milagro, de nuevo nuestro querido Berlanga contaba que el guión sufrió tantos cortes por un censor, el padre Garau, que incluso intentó que figurara en los títulos de crédito como guionista, pues había reescrito él solito 80 páginas. Y en Gilda fueron tantos también los tijeretazos que los espectadores creyeron que la censura les había hurtado ver que, después del guante, Gilda se quitaba también el vestido.


Los sombríos, afilados, feroces y siempre al acecho inquisidores parecieron tener sus horas contadas cuando el 1 de diciembre de 1977 un Real Decreto impulsado por el entonces ministro de Cultura, Pío Cabanillas, asertaba que la cinematografía, como componente básico de la actividad cultural, debe estar acorde con el pluralismo democrático en el que está inmersa nuestra sociedad… lo que en cristiano venía a decir que la Junta de Censura se travestiría de departamento de calificación de películas. Pero los ofensores jamás perdonan a sus víctimas. Y cuando todo el mundo creía que el lobo ya no rondaría más por el bosque, éste se transmutó en algo mucho más humillante, frío, cruel, pero, sobre todo, civilizado: se transformó en dinero. Una forma de censura mucho más potente por subliminal que, reencarnada en los productores y las subvenciones de las televisiones y las autonomías, criba con celo todos los proyectos que les ofertan, llegando al grado sumo de su perversidad: la autocensura de los mismos creadores.

2 comentarios:

PATRICIA VENTI dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
PATRICIA VENTI dijo...

Hola Ignacio, estoy de acuerdo contigo. La autocensura es a veces más letal que la censura impuesta por editores, productores u otro agente externo. Sin embargo, creo que se comente un atropello “enorme” contra la obra de un escritor, cuando después de muerto, sus herederos deciden sobre textos acabados lo que es publicable y lo que no. El caso que más conozco es el de A. Pizarnik, sus textos inéditos siguen sin salir a luz por razones estrictamente morales por parte de la familia. Es increíble que estas cosas ocurran en el siglo XXI. Un beso, Patricia