| viernes, 22 de febrero de 2008 | 0:52



DUELISTAS


Platón rechazaba la Retórica porque la consideraba un mero ejercicio formal de persuasión dedicado a distraer al público mediante la seducción de su elegancia encantadora y sonoridades vacías. Según él, la Retórica no era una ciencia, sino un truco, no era arte, sino rutina, y su fuerza residía en lo emotivo, en vez de en lo racional.


Mucho de eso nos encontraremos en breve en el cara a cara de Rajoy y Zapatero. Los paquidermos políticos se enfrentarán al ojo público y al descarnado veredicto de las audiencias, siguiendo las frenéticas referencias de las primarias estadounidenses y sin vuelta atrás a la táctica de la avestruz en que se había refugiado la política española desde hacía años. Obviamente, si han cedido a los vis a vis no ha sido de gratis, sino porque los think tank respectivos se han dado cuenta de que el componente emocional suma en la motivación final del electorado. El principio de incertidumbre lo domina ahora todo: ni son máximas seguras aquello de que a quien tiene el poder no le interesa el enfrentamiento, ni que a quien aspire a la púrpura siempre le viene bien. En esas movedizas aguas nada ese cuatro por ciento de votantes que deciden las elecciones y que todos quieren pescar, y para ello los expertos preparan de forma exhaustiva no los contenidos, sino las formas, con el objetivo de que el espectador sólo se quede no con prolijos datos, sino con una percepción: este tipo sabe de lo que habla. Porque a la tele no se va a convencer, sino a persuadir. Indumentaria, palabras, gestos, silencios… todo se escoge y administra en un encaje de bolillos para apuntalar las opiniones de sus votantes y soltar guiños a izquierda o derecha de su redil político a fin de rasguñar flecos al contrario. Como es de rigor, nadie se traga ya -o no debería tragarse- esta guerra de almohadas por muy dignos y serios que se pongan, cuando actualmente se pone en tela de juicio incluso el funcionamiento mismo de la democracia representativa, monopolizada por el bipartidismo, con su sistema de listas cerradas absolutamente infumable, que sugiere un tufillo totalitario en la elección de quién va y quién no. Eso sin contar que las estrategias de la crispación, del rechazo frontal al adversario político, de las ofertas del y yo más para fidelizar el voto, y de la confianza más en el error ajeno que en el acierto propio nos tienen hartos.


No obstante, y aunque ya nadie crea -o no debería creer- en estos ritos, hay que celebrarlos. Es como tratar de usted al duelista que tienes enfrente, quitarte la chaqueta y apuntar en el orden que toca: una cuestión de formas. Porque en la democracia las reglas importan tanto o más que ganar. Y renunciar a ellas, tanto a estas representaciones teatrales como a un sufragio universal en el que los votos están cautivos en un sistema perverso, implicaría la abdicación de cualquier intento de mejorarla, y lo que es peor, de la democracia misma.


Hasta que podamos hacerles comprender a los políticos que el honor es una cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes, y no reside en tomar la decisión correcta, sino en asumir las consecuencias de las incorrectas, tendremos que sentarnos frente al televisor con la misma frustración del bombero que llega tarde al incendio equivocado. En cierto modo es una derrota, pero una derrota imprescindible para victorias posteriores.